Mitología china, novelas, clásicos literarios

Episodio 125. Renunciar al reino por una simple mujer

Locos de contento, se dirigieron Wukong, Bajie y Bonzo Sha hacia el palacio.

Los funcionarios en bloque salieron a darles la bienvenida y los condujeron al Salón Oriental, donde el rey, el monje Tang y los personajes más renombrados del reino habían tomado ya asiento.

El rey levantó su copa en un brindis por el monje Tang, pero Tripitaka se disculpó, diciendo:

“Me temo que no estoy acostumbrado a tomar vino.”

Dijo el rey con respeto:

“Este que os ofrezco ha sido hecho especialmente para aquellos que siguen una dieta vegetariana. Sólo una copa, ¿qué tal?”

“El vino es la primera cosa que nos está vedada a los monjes.” explicó Tripitaka.

Insistió el rey, sin saber cómo solucionar la cuestión:

“En ese caso ¿queréis explicarme con qué puedo brindar para expresaros mis respetos?”

Respondió Tripitaka:

“Muy sencillo. Mis tres discípulos beberán por mí.”

Visiblemente satisfecho, el rey tomó una copa de oro y se la entregó a Sun Wukong, que la vació de un solo golpe, tras inclinarse respetuosamente ante todos los asistentes.

El rey del Reino Morado brinda por Sun Wukong, el Rey Mono - Viaje al Oeste
El rey del Reino Morado brinda por Sun Wukong, el Rey Mono

Al ver la facilidad con la que había dado cuenta del vino, el rey volvió a llenarle la copa y él la bebió con la misma premura que antes. Sin poder contener la risa, el rey exclamó:

“¿Por qué no tomáis una ronda de Las tres coronas?”

El Rey Mono aceptó de buen grado y la bebió sin rechistar.

El banquete continuó su curso normal. Al cabo de un rato el rey volvió a tomar una copa de gran tamaño y se la ofreció a Sun Wukong, que dijo, respetuoso:

“No es necesario que os levantéis, majestad, pues he decidido aceptar todos vuestros brindis, sin rechazar ni uno solo.”

Contestó el rey:

“Nuestro agradecimiento hacia vos es mayor que una montaña. Jamás podré pagaros todo lo que habéis hecho por mí. Os ruego, pues, que aceptéis esta copa de vino, antes de que os diga algo que creo que debéis saber.”

Suplicó el Rey Mono:

“Decídmelo primero.”

Confesó el rey:

“Hace tres años, durante la celebración del Doble Cinco, mis esposas y yo nos reunimos en el Pabellón de los Granados del jardín de palacio para tomar pastelillos de arroz, colgarnos flores de los vestidos, tomar licor de cálamo y realgar y ver las regatas del dragón. Cuando más distraídos estábamos, se levantó un viento impetuoso y apareció por los aires un monstruo que se hacía llamar el Competidor del Señor de los Dioses y que decía morar en la Caverna de Xie Zhi, ubicada en la Montaña del Qi Lin (Unicornio). Según parece, deseaba contraer matrimonio y, al enterarse de que el Palacio de la Sabiduría de Oro, mi más importante y amada esposa, era una mujer de gran belleza, vino a pedirme que se la entregara bajo la amenaza de devorarnos vivos a mis funcionarios, a los habitantes de esta ciudad y a mí mismo. Me lo exigió tres veces seguidas y, al final, abrumado por mis obligaciones para con mi pueblo y mi reino, no me quedó más remedio que hacer salir al Palacio de la Sabiduría de Oro del Pabellón de los Granados. La bestia la arrebató en seguida hacia lo alto y desapareció. Me asusté muchísimo. Es más, mi mente se vio asaltada por horribles presentimientos, que me sumieron durante estos tres años en la más profunda de las amarguras.”

El rey le cuenta al rey mono sobre el demonio - Viaje al Oeste
El rey le cuenta al rey mono sobre el demonio

Tras escuchar esas palabras, Wukong se vio invadido por un estado de total satisfacción, que le hizo beber de dos tragos la enorme copa que el rey le tendía.

Después, sonriendo, se volvió hacia su majestad y dijo:

“Ahora comprendo la causa de vuestra turbación. De momento habéis tenido la suerte de toparos conmigo y de recobrar la salud, pero ¿deseáis que el Palacio de la Sabiduría de Oro regrese a vuestro lado?”

Contestó el rey, mientras las lágrimas volvían a fluir, raudas, de sus ojos:

“Ni un solo día he dejado de llorar su desaparición. Sin embargo, ¿cómo voy a hacerla volver junto a mí, si no hay nadie capaz de detener a ese monstruo?”

“¿Qué os parecería, si me encargara yo de eso?” preguntó el Rey Mono.

Contestó el rey, postrándose de hinojos:

“Si lográis liberar a la reina, me comprometo a abandonar este palacio con todas mis concubinas y todos los míos y a llevar una vida tan sencilla como la del más humilde de mis súbditos. Pondré mi reino a vuestros pies y os honraré como a mi dueño y señor.”

Al ver la extraña forma que el rey tenía de hablar y actuar, Bajie no pudo por menos de soltar la carcajada y de exclamar ruidosamente:

“¡Este rey ha perdido el juicio! ¿Cómo es posible que esté dispuesto a renunciar a su reino y a arrodillarse ante un pobre monje por una simple mujer? ¡Es, francamente, increíble!”

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