El rey se encontraba charlando con Tripitaka.
Al oírlo, el rey dio un salto de alegría y, volviéndose hacia el monje Tang, le preguntó:
“¿Cuántos discípulos tenéis, Maestro de la Ley?”
“Tres, señor” respondió Tripitaka, juntando respetuosamente las manos a la altura del pecho.
“¿Cuál de ellos posee conocimientos médicos?” volvió a preguntar el rey.
Contestó Tripitaka:
“A decir verdad, todos ellos son gente ordinaria sin ningún tipo de formación. Todo cuanto saben hacer es tirar de las riendas del caballo, cargar con el equipaje, vadear cursos de agua y conducir a este pobre monje a través de las montañas. A veces, cuando atravesamos alguna comarca peligrosa, consiguen dominar demonios y monstruos y hasta domar dragones y tigres. Eso es todo. Que yo sepa, ninguno de ellos tiene la menor idea sobre medicina.”
Exclamó el rey, admirado:
“¿Cómo podéis ser tan modesto, Maestro de la Ley? Si, como decís, ninguno de ellos posee conocimientos médicos, ¿cómo explicáis que hayan arrancado mi proclama y exijan que vaya a entrevistarme con ellos personalmente?”
Sin esperar su respuesta, el Rey dictó la siguiente orden:
“Que los funcionarios, tanto civiles como militares, de mayor rango vayan a rogar en mi nombre al Sabio Sun que acuda a la corte y sane mi enfermedad. Bien me gustaría ir a pedírselo personalmente, pero mi cuerpo está tan debilitado y mis fuerzas tan agotadas, que no puedo salir del palacio. Es mi deseo que le tratéis con la mayor cortesía y en todo momento os dirijáis a él con el respetuoso nombre de Honorable Sun. Saludadle con el ceremonial que sólo se reserva para los monarcas.”
Sin pérdida de tiempo todos los funcionarios imperiales se dirigieron al Pabellón de los Traductores, acompañados por los eunucos y los guardias del palacio.
En cuanto llegaron a la mansión, se pusieron en filas, y presentaron sus respetos a Sun Wukong.
Pero, el Rey Mono permaneció, impasible, en el centro del salón.
Una vez concluida la ceremonia, los funcionarios formaron en dos filas y presentaron al Rey Mono el siguiente informe:
“Permitidnos comunicaros, Honorable Sun, que somos los funcionarios de mayor confianza del soberano del Reino Morado, el cual nos ha encargado que os presentemos sus respetos y os pidamos que vengáis con nosotros a la corte, con el fin de que podáis curarle.”
“¿Por qué no ha venido a hacerlo él personalmente?” preguntó el Rey Mono, poniéndose finalmente de pie.
Contestó uno de los funcionarios:
“Porque se encuentra tan débil, que ni fuerzas tiene ya para cabalgar o montar en su carroza. Por eso, precisamente, nos ha pedido a sus más directos colaboradores que vengamos a rendiros los honores reservados a los monarcas.”
Concluyó el Rey Mono:
“En ese caso, os seguiré.”
Dijo Wukong al Bonzo Sha y Bajie:
“Os quedéis aquí y recibáis las medicinas.”
“¿Qué medicinas?” exclamó Bonzo Sha.
Respondió Wukong:
“Las que van a enviarnos dentro de poco. Cogedlas sin rechistar y guardadlas hasta que venga a por ellas.”
En cuanto llegó a la corte, acompañado de todos aquellos soldados y funcionarios, Wukong fue conducido inmediatamente a presencia del rey.
“¿Quién de vosotros es el Sabio Sun?”
“El viejo Mono que tenéis ante vos.” contestó el Rey Mono, dando un paso hacia delante.
Al escuchar su voz, ronca como la de un espíritu, y ver su aspecto inconfundible de dios del trueno, el rey se llevó tal susto, que por poco no se cae de su trono.
Su majestad estaba tan alterado, que lo único que podía decir era:
“¡Qué susto más horrible! ¡Qué susto!”
Le condujeron a toda prisa a las habitaciones interiores.
El rey yacía en su lecho, tan agotado, que sólo pudo susurrar:
“Ordenadle que se vaya. No soporto ver a mí alrededor ninguna cara desconocida.”
Desalentado, el funcionario que le había llevado la noticia regreso con la cabeza gacha y anunció al Rey Mono:
“Nuestro señor os ordena salir inmediatamente del palacio, ya que no aguanta ver cerca de él ningún rostro desconocido.”
Concluyó el Rey Mono:
“En ese caso, tendré que recurrir a la técnica del hilo estirado para poder tomarle el pulso.”
“Todos hemos oído hablar de esa técnica, pero nunca se la hemos visto practicar a nadie. Es preciso que se lo comuniquemos cuanto antes a su majestad.” comentaron, asombrados, entre sí los funcionarios.
El encargado de transmitir los mensajes volvió a entrar en las habitaciones interiores y dijo:
“Señor, puesto que no deseáis ver al maestro, este solicita poder tomaros el pulso con unos hilos de oro.”
Se dijo el emperador:
“Está bien, hacedle pasar.”
El funcionario regresó junto al Rey Momo y le comunicó:
“Nuestro soberano os concede permiso para que le toméis el pulso, aplicando la técnica del hilo estirado. Es preciso, pues, Honorable Sun, que paséis a los aposentos privados de su majestad.”
Wukomg se puso en seguida en camino. Al poco rato se encontró con el monje Tang, que le regañó, diciendo:
“¡Maldito mono! ¿Te das cuenta de la situación tan comprometida en la que me has puesto?”
“¿Cómo podéis decir eso? Te traeré más honor.” contestó Wukong, sonriendo.
Preguntó Tripitaka, cada vez más excitado:
“¿Quieres decirme a cuántos has curado durante todos estos años que llevas conmigo? Desconoces el nombre de las medicinas y, que yo sepa, jamás te he visto leyendo un libro sobre temas curativos. ¿No comprendes que con tu temeridad vas a terminar trayendo la desgracia sobre nuestras cabezas?”
Respondió el Rey Mono, sin dejar de sonreír:
“Se ve que no estáis enterado de los conocimientos que poseo. Aunque no lo creáis, conozco ciertas hierbas que pueden curar las enfermedades más graves.”
El Rey Mono siguió al funcionario por los largos pasillos que conducían a las habitaciones privadas del monarca. Se detuvieron a las mismas puertas de los aposentos reales, donde el Rey Mono le hizo entrega de los tres hilos de oro, diciéndole:
“Pase cada uno de estos hilos por los puntos de medida del pulso del brazo izquierdo de su majestad y entrégame los extremos, para que pueda sentir las pulsaciones.”
Ejerció después sobre los hilos de oro una presión que osciló de débil a fuerte y de fuerte a débil, pasando por un lógico estadio intermedio, que le sirvió para fijar la cantidad de energía vital que aún latía en el cuerpo del paciente, así como las causas que determinaban su carencia o su abundancia.
Cuando hubo concluido todas esas operaciones, pidió que retiraran los hilos de la mano izquierda de su majestad y se los pasaran a la derecha, para que pudiera llevar a cabo nuevas valoraciones de su estado general.
Una vez concluido tan minucioso examen, gritó en voz alta, para que pudiera oírle el rey:
“En mi opinión vuestra enfermedad ha sido producida por la intranquilidad y el temor, constituyendo una variante de la dolencia conocida como la pareja de aves rota.”
Gritó el rey, muy excitado, al oírlo:
“¡Es verdad! ¡Eso es exactamente lo que me ocurre! Salid fuera y recetadme las medicinas que estiméis necesarias.”
Wukong abandonó, entonces, las habitaciones interiores y se dirigió hacia la zona pública del palacio.
“¿Qué queríais decir con eso de que la enfermedad de nuestro soberano es una variante de la dolencia conocida como la pareja de aves rota?” le preguntaron los funcionarios de mayor rango, acercándose a él.
Wukong contestó:
“Suponed que van volando juntos dos pájaros, uno macho y otro hembra, y se ven separados de pronto por un viento huracanado. La lluvia es tan fuerte que el macho no puede ver a la hembra, ni la hembra al macho. Es lógico suponer que se añorarán mutuamente y la nostalgia los hará sufrir más que nada en el mundo. Eso es exactamente lo que quise decir con eso de una dolencia conocida como la pareja de aves rota.”
“¡Extraordinario! En verdad, vuestros conocimientos médicos son algo fuera de lo común.” exclamaron los funcionarios, admirados.
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