En agradecimiento por haber acabado con los monstruos y haber recobrado las reliquias budistas, el rey del Reino del Sacrificio quiso entregar a Tripitaka y a sus compañeros una gran cantidad de oro y jade, que ellos rechazaron cortésmente.
Rodeado de todos sus funcionarios, tanto civiles como militares, los monjes del Monasterio de la Luz Dorada y la práctica totalidad de los habitantes de la capital, salió a despedirlos a las afueras de la ciudad entre una gran algarabía de voces y música.
El maestro y sus discípulos prosiguieron su camino hacia el Oeste.
El invierno estaba a punto de concluir y ya se sentía la cercanía de la primavera. Era la mejor época para caminar, porque los fríos habían perdido todo su rigor y faltaba mucho todavía para que el calor se transformara en bochorno.
A lo lejos vieron las cumbres de una altísima cordillera, por la que serpenteaba penosamente el camino que seguían. Tripitaka tiró en seguida de las riendas al caballo y comprobó, sorprendido, que estaba sepultado bajo un manto de zarzas, enredaderas y viñas.
A medida que iban avanzando, la marcha se hacía cada vez más penosa, porque las zarzas habían invadido el sendero y sus espinas se clavaban sin piedad en las piernas de los caminantes.
“¡No hay manera de seguir este camino!” exclamó, desalentado, el monje Tang.
Contestó Sun Wukong:
“No te preocupes. Lo mejor es que vaya a echar un vistazo.”
Dando un salto tremendo, se elevó hacia lo alto. Desalentado, bajó de la nube y dijo al maestro:
“Me temo que esta cordillera es enorme.”
“¿Qué longitud puede tener?” preguntó Tripitaka.
Contestó Wukong:
“No lo sé exactamente, porque no la he visto entera. De todas formas, calculo que rondará mil millas.”
“¿Qué podemos hacer?” exclamó el monje Tang, aterrado.
Bonzo Sha dijo, sonriendo:
“No os preocupéis tanto, maestro. ¿Por qué no prendemos fuego a todas estas zarzas y proseguimos tranquilamente nuestro camino? Los campesinos lo hacen en muchas regiones.”
Le aconsejó Bajie:
“Deja de decir tonterías, por favor. Eso sólo puede hacerse alrededor del décimo mes, cuando todo está completamente seco. ¿Cómo van a arder ahora que el verdor lo invade todo?”
“Además, no habría forma de controlar las llamas.”
añadió el Rey Mono.
“¿Cómo vamos a continuar adelante?” repitió Tripitaka.
Contestó Bajie, riendo:
“No hay cosa más fácil. Mirad lo que hago.”
Tras retorcer los dedos de una forma increíble y recitar el correspondiente conjuro, Bajie gritó:
“¡Crece!”
Al instante adquirió una altura de sesenta metros. Sacudió a continuación el rastrillo y añadió:
“¡Transfórmate!”
Sorprendentemente se estiró, como si fuera una culebra, y no tardó en alcanzar una longitud que superaba con mucho los noventa metros.
Lo agarró fuertemente con las dos manos y, clavándolo en la tierra, tiró de él, como si fuera un buey labrando la tierra. De esta forma, consiguió abrir un camino totalmente limpio de zarzas, por el que podía pasar un ejército entero.
“Vamos, ¿a qué esperáis? ¡Seguidme!” gritó, volviéndose hacia el maestro.
Sonriendo, Tripitaka espoleó el caballo y se adentró en aquella inesperada carretera, seguido del Bonzo Sha y el Rey Mono.
Ni una sola vez se detuvieron a descansar en todo el día, cubriendo una distancia de más de ciento millas. Al caer la noche, llegaron a un claro, en el que se levantaba un viejo santuario.
A su puerta parecían rivalizar en verdor los pinos y los cedros, al tiempo que los melocotoneros y los ciruelos pugnaban por mostrarse a cual más bellos. Tripitaka desmontó del caballo y se quedó embelesado ante el espectáculo que se ofrecía a su vista.
El Rey Mono atisbo hasta el último rincón de aquel inesperado lugar y dijo:
“Tengo la impresión de que aquí se esconde algo realmente maligno. Si queréis seguir mi consejo, deberíamos proseguir cuanto antes nuestro camino.”
Bonzo Sha replicó:
“¿A qué viene tanta suspicacia? No hay rastros ni de seres humanos ni de bestias. ¿Desde cuándo te mete miedo el silencio?”
No había acabado de decirlo, cuando se levantó un viento frío y salió por la puerta del santuario un anciano con un turbante en la cabeza. Vestía una túnica muy simple, que hacía juego con las sandalias de paja que calzaba y el bastón rugoso que llevaba en una mano.
Acercándose a los peregrinos, el anciano se postró de hinojos y dijo:
“Gran Sabio. Este indigno servidor vuestro es el espíritu de la Cordillera de las Zarzas. Vuestra llegada le ha cogido tan de sorpresa, que sólo ha podido prepararos esta fuente de pastelitos al vapor. Aceptadlos en prueba de buena voluntad e invitad a vuestros acompañantes a saborear su humilde sabor. Los ayudará a aliviar el hambre, pues, como bien sabéis, no existe casa alguna en ochocientas millas a la redonda.”
Bajie corrió hacia él y estiró la mano para coger un pastelito, pero el Rey Mono, que había estado estudiándole, mientras hablaba, con sus diamantinos ojos de fuego, se lo impidió, diciendo:
“¡No lo hagas! ¿No te das cuenta de que éste es un ser malvado?”
Añadió dirigiéndose al anciano:
“¿Qué clase de espíritu eres tú para tratar de engañarme?”
Se lanzó contra él, blandiendo la barra de hierro.
Al ver venir el golpe, el anciano giró de una forma muy extraña y se convirtió en un viento frío, que arrebató al Monje Tang, haciéndole desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
Wukong se quedó tan desconcertado, que no supo por dónde empezar a buscar a su maestro. Presas del pánico, Bajie y el Bonzo Sha miraron a su alrededor, como si se les hubiera caído algo realmente valioso. Hasta el caballo blanco relinchó aterrado.
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