Una vez que consiguieron hacerse con el abanico de plátano, Tripitaka y sus discípulos apagaron con él las llamas de aquella inmensa Montaña de Fuego, lograron recorrer en un solo día la distancia de ochocientas millas.
El otoño estaba a punto de concluir y el invierno había empezado a dar muestras de su inminente llegada.
Los viajeros lo fueron comprobando a lo largo de muchos días de camino. Tras recorrer un larguísimo trecho, se toparon con una ciudad fortificada.
El monje Tang tiró de las riendas del caballo y, volviéndose hacia Wukong, exclamó:
“¿Ves aquellos edificios de allí? ¿Qué clase de lugar crees que es?”
El Rey Mono levantó la cabeza y vio que se trataba de una ciudad protegida por un profundo foso.
Después de estudiarla con detenimiento, Wukong concluyó:
“Esa ciudad por fuerza tiene que ser el lugar de residencia de algún rey.”
Objetó Bajie, soltando la carcajada:
“¿Cómo puedes afirmarlo con tanta seguridad? El mundo está lleno de ciudades que pertenecen a una prefectura o forman parte de un simple distrito.”
Wukong replicó:
“Sí, pero aquellas en las que habita un rey son totalmente distintas de las que acabas de mencionar. No tienes más que mirar las puertas que hay en esa ciudad. Su número es superior a una decena. Además, su perímetro sobrepasa los doscientos kilómetros y sus edificios son tan altos que aparecen siempre cubiertos de nubes. Si no es ésta la capital de algún reino, ¿a qué se debe que ofrezca un aspecto tan distinguido?”
El maestro espoleó al caballo y no tardó en llegar a una de las puertas. Pasó a pie el puente que salvaba el foso y se adentró en las calles de la ciudad. Sus mercados y bulevares bullían de animación, pero lo más sorprendente era que todos sus habitantes vestían de tal forma que parecían nobles.
Cuando más admirados estaban de tanta prosperidad, vieron a un grupo de monjes mendigando de puerta en puerta. Sus ropas estaban hechas jirones y llevaban grilletes.
Al verlos, Tripitaka suspiró con pena y dijo:
“Wukong, acércate a ellos y pregúntales por qué llevan una vida tan miserable.”
Gritó el Rey Mono:
“¡Eh, monjes! ¿A qué monasterio pertenecéis y por qué portáis sobre vuestros hombros los grilletes?”
“Somos miembros del Monasterio de la Luz Dorada y hemos sido castigados injustamente.” respondieron los monjes, postrándose de hinojos.
El Rey Mono los llevó en seguida ante el monje Tang, que les preguntó, en cuanto hubo escuchado las explicaciones de su discípulo:
“¿Qué queréis decir con eso de que habéis sido castigados injustamente? Contádmelo, por favor, si no os importa.”
Se disculparon ellos:
“Aunque parecéis amigables, no sabemos de dónde venís. Además, no nos atrevemos a decíroslo aquí. Si tenéis la amabilidad de acompañarnos hasta nuestra humilde morada, tendremos el honor de expresaros todas nuestras cuitas.”
“Me parece lo más prudente. Iremos con vosotros y nos lo contaréis con más tranquilidad.” opinó monje Tang.
Cuando llegaron a la puerta del monasterio, vieron que sobre el dintel había una placa, en la que aparecía grabada con letras de oro la siguiente inscripción horizontal: Monasterio de la Luz Dorada. Construido por mandato imperial.
Con no poca dificultad, a causa del cepo que los aprisionaba, los monjes abrieron las puertas del salón principal e invitaron al maestro a presentar sus respetos a Buda.
Al contemplar tan triste espectáculo, Tripitaka no pudo evitar que las lágrimas fluyeran, abundantes, de sus ojos.
Monje Tang siguió todos los pasos del rito. Después se dirigieron todos a la parte de atrás, donde encontraron a seis o siete monjes jóvenes encadenados a una columna que había justamente enfrente de las habitaciones del guardián del monasterio. Aquello fue demasiado para Tripitaka.
Todos los monjes se echaron rostro en tierra y, tras golpear repetidamente el suelo con la frente, uno de ellos preguntó:
“¿No seréis por casualidad esos monjes que vienen de la corte de los Gran Tang, en las Tierras del Este?”
Contestó Wukong, echándose a reír:
“En efecto, somos esos monjes de los que habláis. ¿Cómo nos habéis reconocido?”
Respondió el monje:
“Dirigirnos día y noche al Cielo y a la Tierra, exigiendo justicia para nuestro caso, porque hemos sido condenados sin ningún motivo. Anoche todos tuvimos un sueño, en el que se nos comunicó que estaba a punto de llegar, procedente de la corte de los Tang, en las Tierras del Este, un monje que nos libraría de todas nuestras penalidades y nos restituiría el honor que hemos perdido. Al veros, no tuvimos ninguna duda de que se trataba de vosotros. Porque tenéis unos rostros inconfundibles.”
Preguntó Tripitaka:
“¿Cómo se llama esta comarca y por qué os encontráis en un estado tan lamentable?”
Contestó uno de los monjes, que habían vuelto a arrodillarse en señal de respeto:
“Esta ciudad es conocida por el nombre de Reino del Sacrificio y se trata del mayor asentamiento humano que hay en los territorios occidentales. No hace mucho tiempo nos pagaban tributo todas las tribus bárbaras que se hallan desperdigadas por estos alrededores: las del Reino de Yue Tuo, en el sur, las del Reino de Gao Chang, en el norte, las del Estado del Liang Occidental, en el este, y las del Reino de Ben Bo, en el oeste. Todas ellas traían cada año incontables cantidades de jade de la mejor calidad, perlas finísimas, muchachas de una belleza extraordinaria y briosísimos corceles. Venían espontáneamente, sin necesidad de recurrir a la guerra o a expediciones militares, convencidos de nuestra indiscutible superioridad moral.”
Comentó Tripitaka:
“Si es verdad lo que decís, vuestro rey debe de estar imbuido de una profunda virtud, vuestros funcionarios deben de ser inmunes a los sobornos y vuestros guerreros deben de poseer una nobleza a toda prueba.”
Contestó el monje:
“Nada más lejos de la realidad, porque ni nuestro rey es virtuoso, ni nuestros funcionarios honestos, ni nuestros guerreros valientes. Esta ciudad debía su fama al Monasterio de la Luz Dorada, que siempre aparecía, incluida su altísima torre, envuelta en un aura de santidad. Por eso, y nada más, era considerado este lugar el centro de una prefectura celeste y gozábamos del respeto de todas las tribus bárbaras. Sin embargo, hace tres años cayó sobre nosotros una extraña lluvia de sangre. “
El monje hizo una pequeña pausa y continuó:
“Todo el mundo temblaba de miedo y salían de todas las casas gritos de terror. Los ministros reales fueron a informar de lo ocurrido a su majestad y pasaron varias horas deliberando a qué podía deberse tan extraño fenómeno. Se concluyó que se trataba de un castigo del Señor del Cielo y se pidió tanto a los monjes taoístas como a los budistas que recitáramos sin parar nuestras escrituras, con el fin de aplacar al Cielo y a la Tierra. Pero lo más desagradable fue que, los pueblos bárbaros se negaron a continuar pagándonos los tributos. El rey quiso enviar contra ellos una expedición de castigo, pero le disuadieron sus consejeros, diciéndole que la culpa era nuestra, por haber robado el tesoro que guardábamos en la torre. Eso explicaba la desaparición del aura que antes la envolvía y la negativa de los demás pueblos a seguir ofreciéndonos los tributos. El rey no lo pensó más. Nos hizo arrestar y nos sometió a unas torturas tan horribles, que perecieron las dos terceras partes de los monjes que aquí vivíamos. A los que quedamos se nos cubrió de ignominia, cargándonos de cadenas y sometiéndonos al tormento del cepo. Pero, considerándolo fríamente, ¿cómo íbamos a ser tan tontos para robarnos nuestro propio tesoro? En nombre de los ideales que nos unen, apiadaos de nuestros sufrimientos y destruid con la fuerza de vuestro dharma la vergüenza que ha caído sobre nuestras cabezas.”
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