El monje Tang cabalgó a toda prisa hacia el este y no tardó en toparse con Bajie y Bonzo Sha, que le preguntaron, sorprendidos:
“¿Adónde vais, maestro? ¿No os dais cuenta que estáis siguiendo la dirección contraria?”
“Daos prisa y decid a vuestro hermano mayor que no abuse del poder de su barra. Sería lamentable que acabara con todos esos bandidos.” les urgió el maestro, tirando de las riendas de su cabalgadura.
“Quedaos aquí, mientras yo voy a hablar con él” dijo Bajie, lanzándose a una loca carrera.
“¡No los mates a todos!” iba gritando con toda la fuerza de sus pulmones.
“¡El maestro desea que te muestres tolerante con ellos!”
Por desgracia, llegó un poco tarde y los dos líderes ladrones fueron asesinados por el Rey Mono.
No mucho después, llegaron el Monje Tang y Bonzo Sha. El maestro estaba muy enfadado.
Se sentía tan abatido que empezó a lanzar insultos contra el Rey Mono, llamándole mono maldito y simio sin principios.
Incapaz de aguantar tan macabro espectáculo, el maestro ordenó a Bajie:
“Haz un hoyo con tu rastrillo y entiérralos. Mientras tanto, rezaré una oración por ellos.”
Contestó Bajie:
“Os estáis equivocando de persona, maestro. No fui yo el que los mató, sino Wukong. Es a él al que corresponde enterrarlos, no a mí. ¡Yo no soy ningún sepulturero!”
Cansado de los continuos castigos del maestro, el Rey Mono se enfrentó con Bajie, diciendo:
“¡Entiérralos, de una vez, so vago! ¡Como sigas haciéndote el remolón, te voy a enseñar a qué sabe mi barra de hierro!”
Después de que el monje Tang terminara su oración, los cuatro continuaron caminando hacia el oeste. Aunque no dijo nada, era claro que el maestro seguía enfadado.
No tardaron en ver, hacia el norte del camino que seguían, una pequeña aldea. Tripitaka señaló hacia ella con la fusta y dijo:
“Vayamos a pedir alojamiento.”
“Está bien” contestó Wukong.
Cuando hubieron llegado a la alquería, Tripitaka desmontó de su cabalgadura.
Salió un anciano, que preguntó al monje Tang, después de devolverle el saludo que éste le había hecho:
“¿De dónde venís?”
Contestó Tripitaka:
“De la corte de los Tang. Por deseo expreso de su emperador me dirijo hacia el Paraíso Occidental con el fin de conseguir escrituras sagradas. Al pasar por estos hermosísimos parajes, empezó a hacerse de noche y decidimos acercarnos a esta respetable aldea a pedir cobijo.”
Comentó el anciano, sonriente:
“Hay una enorme distancia desde ese lugar que dices hasta aquí. ¿Cómo os las habéis arreglado para escalar todas esas montañas que os separan de vuestro reino? Habréis tenido que vadear, además, infinidad de ríos.”
Respondió monje Tang:
“No viajo solo. Me acompañan tres discípulos.”
“¿Dónde se han metido?” volvió a preguntar el anciano.
“Son aquellos que están de pie junto al camino” contestó monje Tang señalando con el dedo.
El anciano volvió hacia allá la cabeza, pero, al ver lo feos que eran, se dio media vuelta y corrió a refugiarse en su casa. Afortunadamente el maestro le agarró de la ropa y dijo:
“Dadnos cobijo por esta noche, por favor. En cuanto haya amanecido reanudaremos el viaje, os lo prometo.”
El anciano estaba tan asustado que apenas podía hablar. El cuerpo le temblaba. Haciendo acopio de una fuerza de voluntad increíble, consiguió por fin, sacudir la cabeza y las manos, al tiempo que decía:
“¡No, no! ¡Es imposible! ¡Esos de ahí no son seres humanos, sino monstruos!”
“No les tengáis miedo” trató de tranquilizarle Tripitaka con una sonrisa.
“No son monstruos, como suponéis. Son así de feos desde que nacieron.”
Mientras trataba de calmar al anciano, apareció una mujer con un niño de unos seis años.
“Si te asustas de los feos, ¿qué harás, cuando te topes con un lobo o con un tigre?” dijo la mujer, dirigiéndose al anciano.
La mujer metió al niño en una de las habitaciones de atrás y se puso a preparar una cena vegetariana a huéspedes.
“¿Cómo os apellidáis, señor?” preguntó, entonces, monje Tang.
“Yang” respondió el anciano.
“¿Cuántos hijos tenéis?” volvió a preguntar Tripitaka.
Contestó el anciano:
“Sólo uno. El niño que sigue a todas partes a mi mujer es nuestro nieto.”
“Si no es mucha molestia, me gustaría saludar a vuestro hijo.” dijo el monje Tang.
Comentó el anciano con amargura:
“Tipos como él no son dignos de vuestro saludo. La vida ha sido muy dura conmigo y a veces tengo la impresión de que no he sabido educarle como debiera. Mi hijo ya no vive con nosotros.”
“¿En dónde tiene ahora su residencia y a qué se dedica?” inquirió una vez más, monje Tang.
Sacudiendo la cabeza, el anciano suspiró:
“¡Qué pena me da hablar de eso! ¡Qué más quisiera yo que se dedicara a algo digno! Desgraciadamente no tiene respeto por nada. De lo único que se preocupa es de robar, matar y prender fuego a todo cuanto encuentra.”
Sí lo haremos del hijo del anciano Yang, que pertenecía, en efecto, a la banda de malhechores que habían tratado de robar al monje Tang. Después de que el Rey Mono hubiera dado muerte a sus jefes, cada cual huyó por donde pudo, pero a eso de la cuarta vigilia volvieron a reagruparse y tomaron refugio en la casa del señor Yang.
Al oír los golpes de la puerta, el anciano se vistió a toda prisa y dijo a su mujer:
“¡Es él! ¡Ha vuelto!”
La mujer replicó:
“Si es él, ¿por qué no vas, de una vez, a abrir la puerta?”
Los bandidos entraron en tropel en la casa, gritando:
“¡Tenemos un hambre canina! ¡Sácanos algo de comer, anda!”
El hijo de los Yang corrió a despertar a su esposa, para que preparara algo de arroz.
Como no quedaba leña en la cocina, fue al corral de la parte de atrás y vio el caballo. Al volver junto a su esposa, le preguntó:
“¿De quién es ese caballo blanco que hay en el corral?”
Respondió la esposa:
“De unos monjes procedentes de las Tierras del Este, que van en busca de escrituras. Llegaron anoche pidiendo cobijo y los ancianos los han dejado dormir en el granero de atrás.”
Al oír eso, el hijo de los Yang corrió al encuentro de los otros diablillos, riéndose y aplaudiendo de gozo.
“¡No sabéis la suerte que tenemos! Los monjes que mataron a nuestros jefes se encuentran aquí. Están en el granero de atrás, durmiendo tranquilamente.”
“¿Es verdad eso?” exclamaron los demás bandidos a coro.
“Vayamos a por esos burros sin pelo y hagámosles picadillo. Aparte de vengar a nuestros jefes, les quitaremos el caballo y todo lo que llevan encima.”
Replicó el hijo de los Yang:
“¿A qué viene tanta prisa? Mientras se cuece el arroz, afilemos bien nuestros cuchillos. Ya iremos a por esos desgraciados, cuando hayamos llenado la panza.”
Cuando el anciano los oyó hablar de esa forma, corrió al granero en el que dormían el monje Tang y sus discípulos y les dijo:
“Acaba de presentarse mi hijo con un grupo de bandidos. Al descubrir que os encontrabais aquí, han decidido acabar con vosotros. Recoged vuestras cosas a toda prisa y escapad por la puerta de atrás.”
Cuando terminaron de comer los bandidos y de afilar sus cuchillos y sus lanzas, era ya cerca de la quinta vigilia. Se lanzaron sobre el granero, pero lo encontraron totalmente vacío. A toda prisa encendieron antorchas y lámparas, aunque, por mucho que buscaron, no hallaron ni rastro de los monjes. Finalmente vieron que la puerta de atrás estaba abierta y exclamaron al mismo tiempo:
“¡Se han escapado por aquí!”
Se lanzaron a una persecución brutal. A eso de la salida del sol, avistaran, por fin, al monje Tang. Al oír a sus espaldas un lejano rumor de voces y gritos, el maestro se dio media vuelta y vio acercarse a una jauría de más de treinta hombres armados con cuchillos y lanzas.
“¡Esos hombres nos están dando alcance! ¿Qué podemos hacer?” exclamó, desalentado.
El Rey Mono dijo:
“Tranquilizaos. Ahora mismo voy a acabar con ellos.”
“No les hagas ningún daño, Wukong. Limítate a asustarlos.” ordenó Tripitaka, deteniendo al caballo.
El Rey Mono no estaba, por supuesto, dispuesto a escucharle. Se dio a toda prisa la vuelta y se encaró con sus perseguidores diciendo:
“¿Se puede saber adónde van los señores tan rápidamente?”
Gritaron los bandidos:
“¡Maldito calvo! ¡Devuélvenos la vida de nuestros jefes, si no quieres que acabemos contigo!”
Mientras rodeaban al Rey Mono, no dejaban de lanzarle cuchilladas y lanzazos. Wukong sacudió ligeramente la barra de hierro y al instante adquirió el grosor de un cuenco de arroz.
Sus golpes eran tan efectivos. Los que recibían de lleno los golpes morían al instante. A los que agarraba de lado tardaban un poco más en expirar.
Sólo unos pocos afortunados lograron escapar. Los demás tuvieron que ir a entrevistarse, quisiéranlo o no con el Rey Yama.
Cuando Tripitaka vio la cantidad de hombres que habían caído, se sintió tan asqueado que se cayó del caballo.
“¡Maldito mono!” gritó, enfurecido.
Monje Tang permaneció pensativo unos segundos y empezó a recitar el conjuro. Wukong comenzó a sentir unos dolores tan insoportables de cabeza, que el rostro se le puso morado, se le salieron los ojos de las órbitas y perdió en parte la consciencia.
Revolcándose por el suelo como si fuera un animal herido, no dejaba de gritar:
“¡Dejad de recitar ese conjuro, por lo que más queráis!”
Pero el maestro lo repitió más de diez veces seguidas y no daba muestras de querer parar.
“¡Perdonadme, si os he ofendido en algo! ¡Reprendedme, cuanto queráis, pero dejad de recitar ese conjuro! ¡Os lo suplico!” gritaba, cada vez más desesperado.
Tripitaka accedió, finalmente, a sus ruegos y dijo:
“No quiero reprenderte, porque desde este momento has dejado de ser mi discípulo. Regresa al lugar del que has venido.”
“¿Por qué me echáis de vuestro lado, maestro?” preguntó el Rey Mono.
Contestó el monje Tang:
“En tu corazón no hay lugar para la compasión, mono maldito. Tú no eres un Peregrino, sino un asesino. Has destruido tantas vidas humanas, que ya no queda en el mundo un sentimiento auténtico de paz. Infinidad de veces he tratado de hacerte ver lo erróneo de tu conducta, pero mis palabras no han encontrado en ti eco alguno. ¿Por qué habría de querer mantenerte a mi lado? ¡Apártate cuanto antes de mi vista, si no quieres que empiece a recitar otra vez el conjuro!”
“¡No lo hagáis, por favor! ¡Ahora mismo me voy!” exclamó en seguida el Rey Mono.
No había acabado de decirlo, cuando dio un salto extraordinario y se perdió entre las nubes.
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