Tanto el maestro como los discípulos contemplaron, embelesados, el paisaje que ofrece la naturaleza, malgastando la Fiesta del Bote del Dragón sin ninguna celebración.
Se toparon, una vez más, con una montaña altísima que les cerraba el paso.
El terreno era tan abrupto, que durante mucho tiempo los cuatro peregrinos se vieron obligados a caminar con una lentitud exasperante.
Después de trasponer la cima, acometieron el descenso por la vertiente occidental, llegando al poco rato a una porción de terreno llano.
Deseoso de mostrar su fuerza, Zhu Bajie pidió al Bonzo Sha que cargara con el equipaje y corrió hacia el caballo con el rastrillo por encima de la cabeza, como si fuera a atacarle. Era claro que trataba de asustarle, pero el animal ni siquiera le hizo caso. A pesar de los gritos y los gestos de Bajie, siguió cabalgando con la misma parsimonia de siempre.
“¿Para qué quieres asustarle? Déjale que camine a su aire.” le regañó el Rey Mono.
Dijo Bajie, abandonando su juego:
“Se está haciendo tarde y no hemos parado de andar en todo el día. Esto de escalar montaña tras montaña da mucha hambre. ¿Por qué no vamos más rápido a ver si por aquí cerca hay alguna casa y pedimos algo de comer?”
“En ese caso, espera a que le enseñe a ir rápido.” contestó el Rey Mono y agitó la barra de hierro, al tiempo que lanzaba su grito.
Aterrado, el caballo salió disparado como si fuera una flecha. Hace más de quinientos años, el Rey Mono fue el caballerizo de los establos celestes. Eso explica por qué los caballos siempre han tenido miedo al Mono.
El Monje Tang tiró de las riendas, pero no pudo controlar al animal. No le quedó, pues, más remedio que agarrarse con fuerza a la silla y dejarle galopar a sus anchas. Así recorrieron alrededor de veinte millas.
De pronto, se oyó un gong y apareció un grupo de más treinta hombres armados con lanzas, cimitarras, garrotes y barras, que le cerraron el camino, gritando:
“¡Monje, no te vayas!”
El monje Tang se llevó tal susto que perdió el control del caballo y cayó al suelo. Se arrastró como pudo hasta unos arbustos y contestó, temblando de pies a cabeza:
“¡No me hagáis ningún daño, grandes señores! ¡Perdonadme la vida, por favor!”
Contestaron dos hombres de una corpulencia extraordinaria, que parecían capitanear el grupo:
“Está bien. Pero tienes que entregarnos todo el dinero que lleves.”
Sólo entonces comprendió Monje Tang que se trataba de bandidos.
Comprendiendo que no iban a atenerse a razones, Tripitaka no tuvo más remedio que ponerse de pie. Juntó a continuación las palmas de las manos y dijo:
“Este humilde monje, grandes señores, no es más que un enviado del Emperador de los Tang, cuyo reino se encuentra en las Tierras del Este, al Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Han pasado muchos años desde que abandoné la ciudad de Chang-An. Eso explica que, aun en el caso de que hubiera partido con las bolsas llenas, ahora no me quede ni una sola moneda. La verdad es que los que hemos renunciado a la familia vivimos de las limosnas que nos dan por el camino. ¿De dónde voy a sacar el dinero que me pedís? Sed indulgentes con este pobre monje y dejadle pasar.”
Acercándose a él, preguntaron los dos jefes de los bandidos:
“¿Qué quieres decir con eso de que seamos indulgentes? Aquí estamos siempre al acecho con el único fin de despojar a los caminantes de todo lo que lleven de valor. Si no llevas nada de dinero, nos quedaremos con tus ropas y con el caballo. Sólo entonces te permitiremos seguir adelante.”
“¡Amitabha!” exclamó Tripitaka, escandalizado.
“La túnica que llevo ha sido confeccionada con el algodón y las agujas que me dieron en limosna uno tras otro innumerables familias. Si lo pierdo, seré castigado en la otra vida.”
Enfurecido por esa observación, uno de los bandidos cogió un palo y se volvió contra el maestro con ánimos de darle una paliza.
El monje Tang jamás había dicho una sola mentira en toda su vida, ante una situación tan desesperada, no le quedó más remedio que decir:
“¡No me peguéis más, por favor! Detrás de mí viene un discípulo cargado de onzas de plata. Cuando llegue, os las daré con muchísimo gusto.”
“Este monje no vale ni para aguantar el dolor. Atadle.” se burló uno de los bandidos.
Sin pérdida de tiempo, dos de los hombres que le seguían amarraron al maestro con una cuerda y le colgaron de un árbol.
Los tres discípulos habían salido en persecución del caballo, y no tardaron en llegar.
De repente vio a lo lejos al maestro colgado de un árbol.
Exclamó, divertido:
“¡Mirad, allí está! Se ha subido a un árbol y ha empezado a columpiarse. ¡Qué humor el suyo!”
Le regañó el Rey Mono:
“¡Deja de decir tonterías, Idiota! A mí me parece, más bien, que está atado a una rama. Quedaos aquí, mientras yo voy a echar un vistazo.”
Sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en un monje joven. Se llegó corriendo hasta donde estaba el maestro y le preguntó a grandes voces:
“¿Quiénes son esos hombres malvados? ¿Por qué no me contáis lo que ha sucedido?”
“¿A qué vienen tantas preguntas? ¿Es que no piensas liberarme?” replicó Monje Tang.
“¿A qué se dedican esos tipos?” insistió Wukong.
Contestó Tripitaka:
“Son asaltantes de caminos. Detienen viajeros y les roban todo el dinero que lleven encima. Como yo no tengo nada, me han atado y me han colgado de este árbol, esperando a que aparecieras tú, para dejar definitivamente zanjada la cuestión. Si no logramos convencerlos, tendremos que entregarles el caballo.”
Exclamó el Rey Mono, sonriendo al oírlo:
“¡Qué poca valentía la vuestra! Existen muchos monjes en el mundo, pero ninguno tan cobarde como vos. Taizong, el Gran Emperador de los Tang, os envió al Paraíso Occidental a entrevistaros con Buda. Además, vuestro caballo es, en realidad, un dragón. ¿Quién te dio permiso para regalarlo?”
Replicó Tripitaka:
“Ya ves cómo me han atado. ¿Qué puedo hacer, si deciden darme una paliza?
“En fin, ¿Qué les habéis contado?” concluyó el Rey Mono.
Contestó Tripitaka:
“No tuve más remedio que hablarles de ti. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me estaban amenazando con darme una paliza.
Exclamó el Rey Mono:
“¡Qué poca resistencia poseéis! ¿Qué les contasteis en concreto de mí?”
“Les dije que eras tú el que llevaba el dinero. Tuve que hacerlo, para que dejaran de golpearme. Fue sólo para salir del paso.” respondió Monje Tang.
Al verle hablar con el maestro, los bandidos los rodearon y dijeron:
“Tu maestro acaba de confesarnos que eres tú el que lleva dinero. Si nos lo entregas de buena gana, os perdonaremos la vida. De lo contrario, os mataremos antes de que podáis decir esta boca es mía.”
Quitándose la bolsa de trapo que llevaba al hombro, exclamó el Rey Mono:
“¿A qué viene tanto alboroto? Todo el dinero que llevamos está aquí, aunque os advierto que no es mucho: alrededor de veinte libras de oro y cerca de treinta lingotes de plata. No llevo la cuenta del resto de las monedas. Lo que me exigís es una cosa que carece totalmente de importancia. Quedaos con toda la bolsa, si queréis. Lo único que os pido es que no maltratéis a mi maestro. Para los que hemos renunciado a la familia siempre existen lugares en los que mendigar. ¿Cuánto pueden gastar unas personas como nosotros? Lo único que quiero es que pongáis en libertad a mi maestro. Con eso me doy por satisfecho.”
“El monje viejo es un tanto tacaño. Afortunadamente, al joven le sobro generosidad.” comentaron satisfechos los bandidos al oír esas palabras.
“¡Soltadle inmediatamente!” ordenó uno de los jefes de los bandidos.
En cuanto se sintió libre, monje Tang montó en el caballo y, sin preocuparse para nada de Wukong, se volvió tan rápido como pudo, fusta en mano, por el camino por donde había venido.
Se frotó la oreja el Rey Mono y les enseñó una pequeña aguja de bordar. Dijo, sin dejar de sonreír:
“Soy un humilde monje que ha renunciado a la familia, jamás llevo conmigo nada de dinero. Sólo poseo esta pequeña aguja, que estoy dispuesto a regalaros con mucho gusto.”
Exclamó el bandido:
“¡Qué mala suerte hemos tenido! Dejamos escapar a un monje rico y nos quedamos con otro pobre. ¿Sabes hacer sastrería? ¿Para qué necesito una aguja?”
Al oír que no la quería, Wulong la agitó solamente una vez y se convirtió en una barra del grosor de un cuenco de arroz. Asombrado, el bandido comentó:
“Aunque joven, se nota que este monje es un mago.”
El Rey Mono clavó la barra en el suelo y dijo:
“Se la daré al que sea capaz de levantarla.”
Los dos bandidos dieron inmediatamente un paso hacia delante y trataron de moverla, pero sus esfuerzos resultaron tan inútiles como los de una libélula empeñada en cambiar de lugar una columna de piedra.
Dijo el Rey Mono:
“Lo mejor que podéis hacer es echar a correr, porque os habéis topado con el Mono.”
Uno de los bandidos se acercó a él y levantando su báculo de nudos rugosos, dejó caer sobre la cabeza del Mono siete u ocho golpes, pero éste siguió como si no hubiera pasado nada.
Se burló el Rey Mono:
“Debes de tener las manos muy cansadas. Creo que ahora me toca a mí darte un golpecito con mi barra. De todas formas, no te preocupes. No voy a emplear toda la fuerza de que soy capaz.”
Con ella atizó un pequeño golpe al bandido, que quedó tumbado en el suelo boca abajo.
Contestó el Rey Mono, echándose a reír:
“No os preocupéis. Hay para todos. Los golpearé uno por uno. Quiero estar seguro de que no quedáis ni uno solo.”
Dejando caer la barra sobre el otro de los jefes, le desintegró, como si jamás hubiera existido.
Al verlo, los otros bandidos arrojaron las armas y huyeron, despavoridos en todas las direcciones.
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