Tras salir de la aldea, el monje Tang y sus discípulos reemprendieron el camino que conducía hacia el Oeste.
Apenas llevaban recorridos treinta o cuarenta millas, cuando llegaron a la frontera del Liang Occidental.
Se toparon con una funcionaria, que dijo con voz autoritaria:
“No está permitido a ningún extranjero entrar en la ciudad sin el correspondiente permiso. Es preciso, pues, que apuntéis vuestros nombres en el libro de registros. De esa forma, podré dar cuenta de vuestra llegada a nuestra soberana. Sólo entonces se os dejará libre el paso.”
Al oír eso, Tripitaka bajó del caballo en seguida y saludó a la funcionaria con el debido respeto. La funcionaria abrió el camino y los llevó a todos a la casa de correos.
Descubrieron que todos los demás adentro eran mujeres. En cuanto hubieron tomado asiento en el salón principal, ordenó que les sirvieran el té. Incluso cuando servían, no paraban de reírse. Una vez que hubieron dado cuenta del té, la funcionaria se puso de pie y preguntó:
“¿Tendríais inconveniente en decirnos de dónde venís?”
Sun Wukong contestó:
“Nosotros somos originarios de las Tierras del Este y nos dirigimos al Paraíso Occidental, por mandato expreso del Gran Emperador de los Tang, a presentar nuestros respetos a Buda y conseguir unas cuantas escrituras. Nuestro maestro, hermano del propio emperador, es conocido por el nombre de Tripitaka Tang. Yo, Sun Wukong, soy su discípulo primero y estos dos, Zhu Wuneng y Sha Wujing, son mis hermanos. Con el caballo, hacemos un total de cinco viajeros. Portamos con nosotros un permiso de viaje, por lo que os estaríamos profundamente agradecidos, si tuvierais a bien concedernos un salvoconducto, para poder cruzar vuestras tierras.”
La funcionaria se dirigió hacia la Torre del Fénix, erigida en la capital, y dijo a la Guardiana de la Puerta Amarilla:
“Soy la funcionaria de la casa de correos y deseo tener una entrevista con la soberana.”
La Guardiana de la Puerta Amarilla corrió a dar cuenta de su llegada y la oficiala fue conducida sin tardanza al interior del palacio, donde la soberana le preguntó:
“¿Qué es lo que trae por aquí a la funcionaria de la casa de correos?”
Contestó la funcionaria:
“Vuestra humilde servidora acaba de dar la bienvenida a Tripitaka Tang, hermano del Gran Emperador de los Tang de las Tierras del Este, y a sus tres discípulos Sun Wukong, Zhu Wuneng y Sha Wujing. Junto con el caballo, forman un grupo de cinco viajeros. Se dirigen, de hecho, hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. He creído conveniente informaros de su llegada y consultaros, al mismo tiempo, si ha de concedérseles el salvoconducto que solicitan para seguir adelante con su viaje.”
Al oír eso, la soberana cedió a la alegría y dijo a las funcionarias, tanto civiles como militares, que la rodeaban:
“Anoche soñé que de los biombos de oro salían luces de colores muy vivos y los espejos de jade emitían rayos muy brillantes. Por fuerza tenía que tratarse de un augurio favorable para hoy.”
“¿Cómo podéis afirmarlo con tanta seguridad, señora?” preguntaron todas las funcionarias al mismo tiempo, postrándose de hinojos ante los escalones del trono.
Contestó la soberana:
“Ese hombre procedente de las Tierras del Este es hermano del Emperador de los Tang. Desde los tiempos de la división del caos, jamás se había visto en esta corte a hombre alguno. ¿Qué otra cosa puede ser ese viajero de sangre real que un regalo de los Cielos? Tomaré todas las riquezas del país y se las pondré a sus pies con la condición de que acepte ser nuestro rey. Yo, por mi parte, estoy decidida a convertirme en su reina. De dicha unión nacerá una prolífica descendencia y, así, quedará asegurada para siempre la sucesión de nuestro reino. ¿Cómo no va a tratarse de un buen augurio, cuando las ventajas que eso nos reportará son incalculables?”
Todas las funcionarias se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente en señal de acuerdo y alegría.
Sólo la funcionaria de la casa de correos se atrevió a objetar con timidez:
“He de reconocer que vuestra idea de alargar vuestra descendencia hasta más allá de la diezmilésima generación es, francamente, excelente. Debéis tener en cuenta, no obstante, que los tres discípulos del maestro son maleducados en extremo y de una apariencia que mueve al pánico.”
Preguntó la soberana:
“Según tu opinión ¿cuál es el aspecto de ese caballero y qué rasgos presentan sus discípulos?”
Contestó la funcionaria:
“El hermano del emperador Tang posee unos rasgos tan finos, una dignidad tan natural y una belleza tal rostro, que son suficientes para enorgullecer a una nación tan noble como la China del sur de Jambudvipa. “
Concluyó la soberana:
“En ese caso, les daremos todas las provisiones que precisen a los tres discípulos y les concederemos el salvoconducto que han solicitado. Así podrán continuar su viaje hacia el Paraíso Occidental. El caballero se quedará sólo con nosotras.”
Se presentaron dos funcionarias dentro de poco y se inclinaron respetuosamente ante el maestro.
Dijo Tripitaka, devolviéndoles el saludo:
“Yo, señoras, no soy más que un pobre monje. ¿Qué cualidades puede tener una persona tan insignificante como yo, para que os inclinéis ante ella con tanto respeto?”
Tras saludarle con la deferencia que la situación requería, las demás funcionarias permanecieron de pie alrededor del monje Tang y, finalmente, dijeron:
“Os deseamos, señor, diez mil felicidades.”
Repitió Tripitaka:
“No soy más que un pobre monje. ¿De dónde voy a sacar tanta felicidad como la que ahora me deseáis?”
Explicó la Consejera Mayor, volviéndose a inclinar con respeto:
“Señor, este es el País de las Mujeres del Liang Occidental, en el que desde tiempos inmemoriales jamás ha puesto el pie un solo varón. Esta vez, no obstante, hemos tenido la suerte de dar la bienvenida a un miembro tan destacado de la realeza como vos, cabiéndome el alto honor de haceros llegar el deseo de nuestra soberana de contraer nupcias con vos.”
Exclamó Tripitaka, temblando:
“¡Santo cielo! Este humilde monje llegó a este gran reino sin más compañía que sus tres discípulos. Me pregunto ¿cuál le gusta a vuestra soberana?”
Explicó la funcionaria de la casa de correos:
“Cuando fui a palacio a dar cuenta de vuestra llegada, nuestra soberana nos contó que ayer por la noche había tenido un hermoso sueño. Ella lo interpretó como un buen augurio y, así, cuando se enteró de que había llegado, procedente de la gran nación china, un hombre de sangre real, no tuvo ningún inconveniente en poner a sus pies todas las riquezas del reino, con tal de que acepte desposarse con ella. Vos os convertiréis en un hombre elegido, mientras que ella será para siempre vuestra reina.”
Preguntó Tripitaka a Wukong en voz baja:
“¿Qué podemos hacer, si, en efecto, se empeñan en no dejarnos marchar y nos obligan a casarnos con ellas?”
Le aconsejó el Rey Mono:
“No os preocupéis y aceptad su proposición. Ya me ocuparé yo de todo.”
Respondió Wukong alzando la voz:
“En mi opinión, deberíais quedaros. Como muy bien afirmaban los antiguos: por muy lejos que se encuentren dos personas, terminarán uniéndose, si ése es el deseo del Cielo. En ningún sitio podréis encontrar una oportunidad mejor que ésta, os lo aseguro.”
Objetó Tripitaka:
“Pero, si nos quedamos aquí, disfrutando de riquezas y honores, nadie conseguirá las escrituras del Paraíso Occidental. ¡La espera acabará con el Gran Emperador de los Tang!”
Dijo, entonces, la Consejera Mayor:
“No nos atrevemos a ocultaros la verdad. Nuestra soberana está interesada únicamente en vos. En cuanto haya concluido el banquete nupcial, se darán provisiones y un certificado de viaje a vuestros discípulos, para que puedan seguir su viaje hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas.”
Dijo el Rey Mono:
“Lo que acabáis de decir es muy razonable. Por nuestra parte, no pondremos la menor objeción. Estamos completamente de acuerdo en que nuestro maestro se quede aquí y contraiga matrimonio con vuestra señora. Firmad, pues, el salvoconducto y permitidnos partir cuanto antes hacia el Oeste. Cuando hayamos conseguido las escrituras, regresaremos a este lugar y os pediremos que nos sufraguéis el viaje de vuelta. Así podremos alcanzar el Reino de los Tang sin ninguna dificultad.”
Dijeron la Consejera Mayor y la funcionaria al Rey Mono, inclinándose respetuosas:
“Os damos las gracias, maestro, por haber puesto fin al problema de una forma tan brillante.”
Exclamó Bajie:
“No tan deprisa, Consejera Mayor. Dado que no hemos planteado ninguna objeción, sería justo que vuestra señora nos ofreciera un banquete de despedida o un convite de compromiso. Al fin y al cabo, somos los parientes más cercanos del novio, ¿no os parece?”
Exclamó la Consejera Mayor:
“¡Por supuesto! Ahora mismo os haremos llegar las viandas.”
La Consejera Mayor y de la funcionaria encargada de la casa de correos regresaron a todo correr a palacio para reporta la buena nueva a la reina.
Al oírla, la reina ordenó a las encargadas de la diversión imperial que prepararan un espléndido convite. Pidió, igualmente, a todo su séquito que se dispusiera a acompañarla a las afueras de la ciudad, para dar la bienvenida a su esposo.
No tardó en alcanzar la casa de correos. Alguien corrió, entonces, a avisar a Tripitaka y a sus discípulos, diciendo:
“¡Acaba de llegar el cortejo imperial!”
Al oír eso, Tripitaka se arregló las ropas lo mejor que pudo y, acompañado de sus discípulos, salió a dar la bienvenida a su prometida. La reina levantó la cortinilla de perlas y, descendiendo de la carroza, preguntó:
“¿Quién es el hermano del Emperador de los Tang?”
Contestó la Consejera Mayor, señalándole con el dedo:
“El que viste de monje. Aquel que está detrás de la mesa de quemar incienso que hay junto a la puerta.”
La reina le dirigió una escrutadora mirada y descubrió que se trataba, en verdad, de una persona extraordinaria.
La reina quedó al punto prendada de él. La pasión se apoderó de ella y, abriendo su tímida boca de cereza, preguntó:
“¿No queréis dar una vuelta en el fénix, respetable hermano del Emperador de los Tang?”
Al oír eso, se apoderó de Tripitaka tal turbación, que enrojeció hasta las orejas y permaneció con la vista baja, sin atreverse a levantar la cabeza.
La reina se llegó hasta donde estaba Tripitaka, le tomó de la mano y dijo con la voz más seductora que haya podido oírse jamás:
“Subid, mi muy amado, al carruaje del dragón y dirijámonos, sin pérdida de tiempo, a la Sala del Tesoro de los Carillones Sagrados, para, así, quedar convertidos en marido y mujer.”
Monje Tang temblaba de tal manera que apenas podía mantenerse de pie. Tuvo que acercarse a él Sun Wukong y susurrarle en voz baja al oído:
“No os mostréis tan acobardado. Cuanto antes subáis al carruaje con ella, más pronto conseguiremos el salvoconducto y podremos proseguir nuestra marcha hacia el Oeste.”
Monje Tang era incapaz de articular palabra. Agarró de la ropa a Wukong y tiró de él un par de veces, mientras las lágrimas fluían, copiosas, de sus ojos.
En este momento, la Consejera Mayor se acercó a ellos y dijo:
“Id a presidir el banquete que se ofrece en vuestro honor en el Salón Oriental.”
En cuanto llegaron al Salón Oriental, comenzaron a oírse los sones de una música melodiosa en extremo y aparecieron dos largas hileras de doncellas hermosísimas. En el centro del salón podían verse los dos tipos de comida que se habían condimentado para la ocasión: tanto los alimentos vegetarianos como los cárnicos están disponibles y se colocan por separado.
A Bajie sólo le interesaba llenar el estómago, y no es quisquilloso para comer en absoluto. En un abrir y cerrar de ojos acabó con toda la comida que había en su mesa, metiéndose, al mismo tiempo, bebió siete u ocho copas de vino.
Gritó con su vozarrón de cerdo:
“¡Más comida, rápido! ¡Traed inmediatamente algo más de comer!”
Tripitaka se levantó entonces, de la mesa e, inclinándose ante la reina con las manos juntas, dijo:
“Jamás podremos agradeceros un banquete tan espléndido como el que hoy nos habéis ofrecido. Hemos bebido ya lo suficiente. Sería conveniente, por tanto, que firmarais el salvoconducto y se lo entregarais a mis discípulos. Es aconsejable que aprovechen las horas quedan del día y se pongan cuanto antes en camino.”
El Bonzo Sha abrió la bolsa, sacó los papeles y se los entregó a Sun Wukong, que, a su vez, los hizo llegar a la reina con ambas manos.
Ésta vio, al desplegarlos, que había en ellos más de nueve sellos del Gran Emperador de los Tang, junto con los del Reino del Elefante Sagrado, el Reino del Gallo Negro y el Reino de la Carreta Lenta. Tras examinarlos con cuidado, dijo la reina con una sonrisa seductora en extremo:
“¿Así que mi amado se apellida Chen?”
Contestó Tripitaka:
“Ese es el nombre de la familia a la que pertenecí antes de abrazar la vida religiosa. En religión me llamo Xuan Zang y desde el momento mismo en que el Emperador de los Tang, en su inabarcable misericordia, tuvo a bien aceptarme como hermano, ostento su mismo apellido.”
“¿Cómo es que en este documento no aparecen los nombres de vuestros discípulos?” volvió a preguntar la reina.
“Porque no pertenecen a la corte de los Tang” respondió Tripitaka.
“¿Cómo es que decidieron, entonces, acompañaros en vuestro viaje?” inquirió, sorprendida, la reina.
Explicó Tripitaka:
“Los tres habían ofendido gravemente a los Cielos, pero la Misericordiosa Bodhisattva Guanyin se apiadó de sus sufrimientos y les devolvió la libertad. Agradecidos, abrazaron el camino del bien, comprometiéndose a practicar el ayuno y a hacer toda clase de obras virtuosas, decidieron acompañarme en mi largo viaje hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas. Esto explica que sus nombres no figuren en el documento de viaje.”
“¿Os importa que los incluya yo?” preguntó la reina, una vez más.
“Haced como mejor os plazca” contestó Tripitaka.
La reina pidió que le trajeran tinta y un pincel. Tras disolver ella misma la tinta, escribió los nombres de Sun Wukong, Zhu Wuneng y Sha Wujing al pie del documento.
Sacó a continuación el sello imperial y lo estampó. El salvoconducto fue devuelto, entonces, a Wukong, quien se lo entregó, a su vez, al Bonzo Sha, para que lo guardara en la bolsa.
No contenta con eso, la reina se levantó del canapé del dragón, cogió una bandeja llena de monedas de oro y plata y se la ofreció a Sun Wukong, diciendo:
“Aceptad este pequeño obsequio. Os servirá de ayuda para llegar un poco antes al Paraíso Occidental. Cuando regreséis con las escrituras, os ofreceremos una recompensa mayor.”
Contestó el Rey Mono:
“A los que hemos renunciado a la familia no nos está permitido aceptar presentes de oro y plata. No os preocupéis por nosotros. Ya encontraremos quien nos ayude a lo largo camino.”
Dijo, entonces, Tripitaka:
“Si no os importa, me gustaría acompañarlos hasta las afueras de la ciudad. Es preciso que les dé ciertas instrucciones antes de que sigan adelante con el viaje. En cuanto lo haya hecho, volveré a vuestro lado y disfrutaré para siempre con vos de las riquezas y la gloria que habéis puesto a mis pies.”
La reina ignoraba, por supuesto, que se trataba de un truco y ordenó al punto que trajeran el carruaje. Subió con él al carruaje y se dirigieron juntos hacia el oeste de la capital.
No tardó en llegar a los límites de la ciudad, deteniéndose ante la puerta que se abría hacia el poniente. Tras comprobar que todo estaba en orden, Sun Wukong, Bajie y el Bonzo Sha se volvieron hacia la carroza real y dijeron al mismo tiempo:
“No es necesario que sigáis adelante. Nos despediremos de vos aquí.”
El maestro descendió lentamente del carruaje del dragón y, elevando las manos en la dirección en que se encontraba la reina, le suplicó:
“Regresad, majestad, a vuestro palacio y permitid a este humilde monje que prosiga su viaje en busca de las escrituras sagradas.”
La reina perdió el color, al escuchar tales palabras, y, tirando deseperadamente del monje Tang, gritó, alarmada:
“Estoy dispuesta, amado mío, a poner a vuestros pies todas las riquezas de mi reino, con tal de que aceptéis ser mi esposo. Habíamos acordado que mañana os sentaríais en el trono y yo me convertiría en vuestra reina. ¿Qué os ha hecho cambiar tan rápidamente de opinión cuando habéis llegado, incluso, a celebrar el banquete nupcial?”
El Bonzo Sha arrebató de las manos de un nutrido grupo de oficialas a Tripitaka y le ayudó a subir, sin pérdida de tiempo, al caballo blanco.
En ese mismo instante se destacó de entre la multitud una muchacha, que empezó a gritar:
“¿Adónde vas, hermano del Emperador de los Tang? ¡Quédate y hagamos tú y yo juntos el amor!”
Ella se convirtió en un tornado, que arrebató al monje Tang y le hizo desaparecer de la vista de todos. De ellos no quedó ni rastro.
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