Reflexionó el Rey Mono: “Lo difícil no es poner en evidencia a ese demonio, sino hacer frente al poder de esa banda.”
“Si queremos obtener una victoria definitiva es preciso hacernos primero con esa banda. De lo contrario, jamás lograremos detenerlo.” dijeron a la vez la Estrella de la Virtud de Fuego y el Señor Acuático.
“Sí, pero ¿cómo podemos conseguirlo? A no ser, claro está, que le robemos tan preciado tesoro.” objetó el Rey Mono.
Dijo uno de los dioses del trueno, sonriendo:
“Hablando de robar, no existe nadie más diestro que vos en esas artes, Gran Sabio. Recordad, si no, cómo os las agenciasteis, cuando sumisteis el Cielo en una confusión total, para apropiaros del vino imperial, de los melocotones de la inmortalidad, del hígado del dragón, de la médula del fénix y del elixir de Lao Tse. ¡Qué extraordinario talento el vuestro! Es hora ya de que volváis a practicar tan noble arte.”
Respondió el Rey Mono:
“Te agradezco el alto concepto que tienes de mí. Si pensáis que eso es lo mejor que puede hacerse en estos momentos, quedaos aquí sentados, mientras yo voy a tantear un poco el terreno.”
Dando un salto tremendo, Wukong abandonó la cumbre de la montaña y se acercó sigilosamente a la entrada de la caverna. Sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se convirtió en una mosca diminuta.
Se llegó volando hasta la puerta y se coló en el interior por una pequeña hendidura que había en la madera.
Fue así como descubrió que la caverna estaba llena a rebosar de diablillos de todas las edades. En un lugar bien visible destacaba el trono del monstruo.
El Rey Mono se dejó caer entre semejante enjambre de diablillos y cambió su forma de mosca por la de un espíritu con cabeza de tejón. De esta forma pudo llegar, sin ser molestado, hasta el mismo trono del monstruo. Husmeó por todos los rincones durante mucho tiempo, pero no encontró ni rastro de la valiosísima banda.
Desalentado, miró detrás del trono y vio que se abría allí un pequeño salón, de cuyo techo colgaban los dragones y los caballos de fuego, relinchando lastimosamente y quejándose sin cesar. Levantó aún más la cabeza y, con un sobresalto de alegría, descubrió su preciada barra de los extremos de oro apoyada contra la pared que daba al oriente. Tan contento estaba, que se olvidó de adoptar la forma que le era habitual, mientras corría, dichoso, hacia su valiosa arma.
Sólo cuando la tuvo en sus manos, reveló su auténtica personalidad a los diablillos, que huyeron, despavoridos, en todas las direcciones, mientras él se abría paso hacia el exterior de la caverna. Todos sus moradores, incluido el demonio, estaban aterrorizados.
Wukong una vez que hubo recuperado su barra de hierro, abandonó la caverna.
Desde el fondo de la montaña se elevó un estruendo de gritos y voces entremezclado con el batir de los tambores y el metálico vibrar de los gongs. El mismo Rey Búfalo había salido al frente de sus tropas para dar caza al Rey Mono.
El demonio y el Rey Mono estuvieron luchando durante más de tres horas, pero ninguno consiguió una ventaja apreciable. Estaba empezando a oscurecer y el demonio, tras detener con su lanza un nuevo golpe de la barra de hierro, dijo:
“Si te parece, podemos dar por terminada la lucha por hoy. Se está haciendo de noche y pronto no seremos capaces ni de vernos las manos. Lo mejor será que nos retiremos a descansar cada uno por nuestro lado. Mañana por la mañana reanudaremos el combate.”
Le increpó el Rey Mono:
“¡Cállate! ¿Qué me importa a mí que esté oscureciendo? Es hora ya de que dejemos en claro quién es el mejor.”
El monstruo abandonó la lucha y se retiró a toda prisa al interior de la caverna, seguido por sus huestes de diablillos. En un abrir y cerrar de ojos, las puertas de piedra quedaron firmemente cerradas.
El Rey Mono regresó a la cumbre en la que le esperaban los otros dioses.
Les dijo el Rey Mono:
“Después del largo combate que ha mantenido conmigo, ese monstruo debe de estar agotado. Creo, por tanto, que lo mejor será que os quedéis aquí descansando, mientras yo voy a ver dónde tiene escondida esa dichosa banda. Estoy decidido a encontrarla, cueste lo que cueste. En cuanto se la haya robado, le capturaremos sin ninguna dificultad. Así podréis regresar al Cielo con vuestras armas.”
Preguntó el Príncipe:
“¿No os parece que se está haciendo un poco tarde? Opino que deberíais pasar la noche descansando y volver a esa inmunda caverna en cuanto empiece a clarear.”
Exclamó Wukong, echándose a reír:
“¡Qué poco sabes del mundo! ¿Cuándo se ha visto que un ladrón se dedique a su arte a plena luz del día? Para entrar en un lugar sin ser descubierto, es preciso ampararse en la oscuridad de la noche.”
Le aconsejaron al mismo tiempo la Virtud de Fuego y uno de los señores del trueno:
“Es mejor que no discutáis sobre ello, Príncipe. Mirándolo bien, nosotros no entendemos de eso. El Gran Sabio, por el contrario, es un auténtico maestro. Marchaos cuanto antes, Gran Sabio, y haced, de una vez, lo que tengáis que hacer.”
Sin dejar de sonreír, Wukong cargó con la barra de hierro y de un salto fue a parar justamente a las puertas de la caverna. Sacudió ligeramente el cuerpo y al punto se transformó en un pequeño grillo.
De un salto, se llegó hasta la puerta de la caverna. Dio tres o cuatro saltitos más y logró meterse por una pequeña rendija que había en la madera. Los diablillos estaban terminando de cenar.
No pudo hacer otra cosa que espera. Hasta que no hubo dado la hora de la primera vigilia no se atrevió el Rey Mono a entrar en la sala secreta que había detrás del trono.
Con increíble facilidad se escabulló, sin ser visto, dentro del dormitorio del monstruo. El lecho era de piedra y a ambos lados del mismo había un grupo de espíritus árboles y otras bestias de la montaña.
En cuanto el monstruo se hubo desprendido de todas sus ropas, apareció la blancura fantasmal de la banda. La tenía sujeta al hombro izquierdo. En vez de quitársela, y quedó firmemente ajustada en el hombro.
El Rey Mono volvió a sacudir ligeramente el cuerpo y se transformó en una pulga. De un salto se llegó hasta el lecho de piedra, se metió hábilmente entre las mantas y, cuando hubo comprendido que se encontraba justamente en el hombro izquierdo de la bestia, le propinó un picotazo terrible.
El monstruo se dio inmediatamente la vuelta. Tras rascarse un par de veces más el sitio donde tenía incrustada la banda, volvió a quedarse dormido.
Saltó de la cama y, tras transformarse de nuevo un grillo, abandonó el dormitorio y se dirigió a la habitación secreta donde volvió a oír los relinchos de los caballos y los lamentos de los dragones. Wukong recobró la forma que le era habitual y se dispuso a practicar la magia para abrir puertas.
Tras recitar el correspondiente conjuro, el candado saltó por los aires y los dos batientes giraron por sí solos. Wukong no tuvo más que empujarlos ligeramente para entrar en la habitación.
Había varias armas apoyadas, tanto contra la pared que miraba hacia el oriente, como contra la que estaba situada hacia el poniente. Entre ellas se encontraban la cimitarra de descuartizar monstruos del Príncipe y los arcos y flechas ígneas de la Virtud de Fuego. El Rey Mono miró con cuidado a su alrededor y vio que encima de una mesa de piedra, que había detrás de la puerta, descansaba una cesta de bambú. Dentro de ella podía verse un puñado de pelos. Loco de alegría, los cogió en una mano, sopló sobre ellos dos veces y gritó:
“¡Transformaos!”
Y al instante se convirtieron en cuarenta o cincuenta monos de pequeño tamaño, que se adueñaron de la cimitarra, de la espada, del garrote y de la rueda, junto con los arcos, las flechas, las carretas, las calabazas, los cuervos, las ratas y los caballos de fuego, todo cuanto, en definitiva, había sido absorbido por la banda.
Sin pérdida de tiempo, se montaron en los dragones de fuego y provocaron un pavoroso incendio que arrasó el interior de la caverna. Los pasadizos que conducían al exterior se llenaron de explosiones tan terribles, que parecía como si los rayos y las bolas de cañón hubieran tomado posesión de ellos.
Los diablillos estaban aterrorizados. Ninguno sabía por dónde huir, provocando una confusión tan tremenda, que más de la mitad pereció víctima de las llamas. De esta forma, el Hermoso Rey Mono pudo regresar, por fin triunfante a su campamento a eso de la tercera vigilia.
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