Le ordenó entonces la Bodhisattva al Rey Mono:
“Vete a enfrentarte, una vez más, con ese monstruo. Es preciso que te dejes vencer por él y que le arrastres en tu huida hasta aquí. Yo misma me encargaré de darle su merecido.”
Sin dudarlo, el Rey Mono se dirigió hacia la entrada de la caverna. Cerró en un puño la mano izquierda, mientras sostenía en la derecha la barra de hierro y gritaba:
“¡Abrid inmediatamente esa puerta!”
Los diablillos que la guardaban corrieron, asustados, a informar a su señor:
“¡Otra vez está ahí fuera el Sun Wukong, exigiendo que le abramos la puerta!”
“Cerradla a cal y canto y no os preocupéis por él” ordenó muchacho rojo.
“No seas así, hijo” continuó gritando el Rey Mono.
“No es justo que te niegues a abrir a tu padre, después de haberle expulsado tú mismo de su casa.”
Los diablillos volvieron al poco rato a informar a su señor:
“El Sun Wukong no para de insultaros.”
“No le hagáis caso” les sugirió, una vez más, el muchacho rojo.
Al ver que nadie respondía a sus gritos, el Rey Mono perdió la paciencia, levantó la barra de hierro por encima de su cabeza y la dejó caer sobre la puerta, rompiéndola en mil pedazos.
Muchacho rojo lanzó, enfurecido, un tremendo lanzazo contra el pecho del Peregrino, que logró esquivarlo con su barra de hierro. De forma dio comienzo una batalla, de la que el Rey Mono pareció llevar la peor parte.
“¿Qué te pasa, mono?” bramó muchacho rojo con desprecio, al verle retroceder.
“La última vez pudiste luchar conmigo durante 30 asaltos, ¿por qué huyes hoy tan rápido?”
Confesó el Rey Mono:
“Si he de serte sincero, no me gustan nada esos fuegos que tú haces.”
Contestó muchacho rojo:
“Puedes estar tranquilo. Esta vez no pienso servirme del fuego.”
Concluyó Wukong:
“En ese caso, es mejor que te alejes un poco de la puerta de tu casa. Mirándolo bien, no es de gente educada apalear a alguien justamente delante de donde uno vive.”
El chico rojo no sabía, por supuesto, que se trataba de una trampa y se lanzó en persecución de su adversario. El Rey Mono corrió arrastrando lastimosamente la barra de hierro.
No tardaron en avistar a la Bodhisattva y, volviendo la cabeza, el Rey Mono le suplicó:
“Desiste de tu empeño, por favor, y déjame marchar. Reconozco que, una vez más, me has puesto en ridículo. ¿No te das cuenta de que tu persecución me ha traído hasta los Mares del Sur, donde tiene su residencia la Bodhisattva Guanyin? ¿Por qué no vuelves?”
Rechinando los dientes de rabia, el chico rojo se negó a creerle. Se llegó hasta ella y le preguntó con ojos saltones por el asombro:
“¿Eres tú el refuerzo que ha ido a buscar Sun Wukong?”
La Bodhisattva no contestó. Eso animó al monstruo a agitar ante ella la lanza, al tiempo que gritaba con mayor impertinencia:
“Te he preguntado que si eres tú el refuerzo que ha ido a buscar el Sun Wukong. ¿Es que no me has oído?”
La Bodhisattva continuó sin abrir la boca. El Niño Rojo levantó la lanza y descargó un golpe sobre su corazón. Afortunadamente en ese momento la Bodhisattva se convirtió en un rayo de luz y se elevó hacia lo alto, seguida del Rey Mono, que no dejaba de increparla:
“¿Se puede saber qué estáis haciendo? Ese monstruo os ha hecho una pregunta y vos habéis pretendido ser sordomuda. ¿Por qué huís vos también, dejando ahí abajo vuestro trono de loto?”
Le aconsejó la Bodhisattva:
“Deja de hablar y sígueme. Veamos lo que hace esa bestia.”
Niño Rojo había soltado la carcajada, al tiempo que decía:
“¡Qué iluso es ese mono! Al ver que no puede derrotarme, solicitar la ayuda de una bodhisattva de tres al cuarto, que no vale para nada. Lo más sorprendente es que ni tiempo ha tenido de llevarse su trono de loto. En fin, ahora es mío y creo que lo mejor será que tome posesión de él cuanto antes.”
El Niño Rojo subió al loto y se sentó en él con las piernas y las manos dobladas, como hacían las bodhisattvas.
Dirigió hacia abajo su ramita de sauce y gritó la Bodhisattva:
“¡Retiraos!”
Al punto desaparecieron las hojas, los pétalos y el aura luminosa que envolvía el trono.
El Chico Rojo descubrió, sobresaltado, que estaba sentado sobre las afiladas puntas de espadas.
La sangre brotaba a borbotones, dejando entrever la carne y la piel desgarradas. Rechinando los dientes, para soportar mejor el dolor, la bestia dejó a un lado la lanza y trató de arrancarse las espadas del cuerpo con las dos manos.
De nuevo, volvió a apuntar a la bestia con su ramita de sauce y recitó un conjuro. Las espadas se convirtieron al instante en unos garfios tan afilados como dientes de lobo y tan curvos que era prácticamente imposible arrancarlos. El monstruo comprendió que estaba perdido y dejó de forcejear.
Abrumado por el dolor, levantó la voz y dijo:
“Aunque tengo ojos, parezco, en realidad, un ciego. No he hecho podido darse cuenta del extraordinario poder de de tu magia. Os suplico que os mostréis benigna con mi ignorancia y me perdonéis la vida. Si lo hacéis, me comprometo a no volver a matar a nadie y a convertirme en discípulo vuestro.”
Le preguntó la Bodhisattva:
“¿Estás dispuesto a aceptar los mandamientos?”
“Sí, si me salváis la vida” contestó el monstruo con los ojos anegados en lágrimas.
“¿Deseas hacerte discípulo mío?” volvió a preguntar la Bodhisattwa.
“Si me perdonáis la vida, tened la seguridad de que penetraré por las puertas del dharma.” repitió el monstruo.
Satisfecha, la Bodhisattva le apuntó con el dedo y gritó:
“¡Retiraos!”
Al instante cayeron al suelo las espadas de las constelaciones; el monstruo no presentaba en su cuerpo el menor rasguño.
Sin embargo, los malos instintos del muchacho rojo no desaparecieron. En cuanto sintió que el dolor le había abandonado y que nada le sujetaba ya a la tierra cogió la lanza y amenazó a la Bodhisattva, diciendo:
“¡No tienes poder para dominarme! Todo lo que has demostrado hasta ahora no ha sido más que un poco de astucia. ¿Qué necesidad tengo de tus mandamientos?”
Muchacho rojo lanzó un terrible lanzazo contra el rostro de la Bodhisattva.
El Rey Mono se puso tan furioso que echó en seguida mano de la barra de hierro. Pero la Bodhisattva le hizo desistir de sus afanes guerreros, ordenándole:
“No le pegues. Tengo pensado un castigo más refinado.”
Sacó de la manga una banda de oro.
La Bodhisattva sacudió una sola vez la banda, volviéndose cara al viento, y gritó:
“¡Transfórmate!”
Y se convirtió al instante en cinco bandas, que la Bodhisattva lanzó contra el cuerpo del muchacho rojo. Una se fijó en su cabeza, mientras que las otras cuatro lo hicieron en sus pies y manos.
La Bodhisattva hizo un gesto mágico con los dedos y recitó varias veces seguidas un mismo conjuro. El monstruo experimentó tal dolor que empezó a rascarse las orejas como un loco y a clavarse las uñas en el rostro.
Comprendió que era imposible rebelarse contra el dharma, no le quedó, pues, más remedio que agachar la cabeza y aceptar su derrota.
La Bodhisattva recitó entonces unas cuantas palabras mágicas y sacudió ligeramente el jarrón. Las aguas del océano volvieron a meterse en él, sin que se desperdiciara una sola gota.
Dijo la Bodhisattva al Rey Mono:
“Como ves este monstruo ha sido dominado. Tú vete a la caverna libera, y libera de una vez, a tu maestro.”
Wukong se despidió de la Bodhisattva, no sin antes inclinarse respetuosamente ante ella.
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